por Ricardo Bentancur
Se ha roto la postal del amor. La foto de la felicidad, la pareja abrazada con una amplia sonrisa de ilusiones, duerme amarillenta en algún álbum empolvado del desván. El sueño del hogar feliz se transformó en la pesadilla de padres separados y de hijos que sufren el abandono o el maltrato. La familia tradicional, constituida por el padre, la madre y los hijos, está siendo sustituida por la familia monoparental (madre sola o padre solo con sus hijos), la familia ensamblada, o la de Los tuyos, los míos y los nuestros (nueva pareja con hijos de matrimonios anteriores), la familia extendida (quienes viven con parientes u otros integrantes), la pareja con cama afuera, los “desacompañados” o solos, y otras fórmulas de asociaciones exóticas, y muchas veces perversas, como las “parejas de tres” o las de homosexuales con hijos adoptivos.
La crisis que vivimos es colosal y desestabilizadora. Pero lo abrumador no es que estemos en crisis, porque hace mucho que vivimos en este estado de cosas; lo nuevo es la intensidad de la crisis. Por otra parte, los hogares convencionales que sobreviven a los embates de los cambios, muchas veces son el triste espectáculo de maltratos, abusos, incesto y violencia. Otros permanecen enzarzados en pleitos y disputas, alimentando odios y resentimientos. El hogar dejó de ser un refugio placentero para muchos, perdió esa cualidad de espacio íntimo de tregua y refrigerio. En todo caso es un buen hotel.
Pero a pesar de esta embestida violenta que hoy padece la familia por parte de una cultura y sociedad seculares, hay esperanza: Dios tiene un plan para rescatar, dignificar y fortalecer la familia. Ese plan se describe en la Santa Biblia.
La Biblia nos habla del amor del Padre eterno hacia sus hijos terrenales. A menudo, este amor es mal entendido y rechazado, pero siempre está al alcance de quien lo busca, gracias a la iniciativa de un Dios que procura la felicidad del hombre.
La familia, creación divina más que ingenio humano, es un símbolo del inmutable amor de Dios por sus hijos. Además de instituir tan sagrada institución, el Creador la exaltó cuando descendió para nacer como los hombres, formar parte de una familia humana, participar de nuestra condición, sin pecar, y abrirnos la posibilidad de reintegrarnos a la familia universal de Dios.
No es casual que el primer milagro que haya hecho Nuestro Señor Jesucristo haya sido en una boda (S. Juan 2:1-11). En el salón de fiestas, donde los amigos se habían reunido para celebrar un acto que conlleva una profunda alegría, nuestro Señor Jesucristo comenzó su ministerio público. Con su presencia, Jesús aprobó y consagró el matrimonio entre el hombre y la mujer como el estado ideal del ser humano, y celebró la alegría de los contrayentes. Porque una boda celebrada en el temor de Dios respira la santa bendición del Edén, cuando Dios dijo en su amor por el hombre: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Génesis 2:18). Por lo tanto, el matrimonio conyugal y la familia que se forma de esta unión son dones que nos han llegado desde el mismo origen de la raza humana.
En este número dedicado esencialmente a la familia, recordamos que Dios quiere ser el tercer Socio en la relación conyugal. Por eso, la licenciada Adly Campos, mediante estudios bíblicos, nos enseña cómo abrirle un espacio al Creador en nuestra familia. Estudiemos con devoción cada texto sagrado en búsqueda de la fuente de poder eterno. Recuerde que “si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican” (Salmo 127:1).
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