La otra cara del fútbol
por Ricardo Bentancur
Mi madre me cambiaba los pañales en la tribuna Ámsterdam del mítico estadio Centenario de Montevideo, Uruguay. El lugar donde se jugó el primer campeonato del mundo; hoy considerado por la FIFA “monumento histórico del fútbol mundial”. El fútbol me acunó desde mi más tierna infancia, gracias a una madre realmente “excepcional”, ya que este deporte siempre fue “cosa de hombres”. Recuerdo que el primer televisor que entró en mi casa fue en mayo de 1970. “Porque pronto empieza el campeonato mundial en México, mi’jito”, dijo mi madre. Pasó tres años de su vida pagando con sacrificio un aparato que no transmitía en colores, simplemente porque quería que viéramos en vivo y en directo todo lo que ocurriría en el acontecimiento ecuménico deportivo (y agregaría cultural) más importante del planeta.
“¿Qué le pasa a mi esposo que no puede despegarse del televisor por el maldito partido de fútbol?” —es la típica pregunta de las mujeres. Mi madre jamás se hubiera hecho esa pregunta. Porque además de no tener esposo —mi padre nos abandonó cuando yo apenas tenía seis años—, ella amaba el fútbol. Era aficionada de un equipo de fútbol, pero mucho más del fútbol que del equipo.
Vaya a saber uno por qué elige un determinado equipo. Lo que sí se sabe es que un aficionado puede cambiar de trabajo, de país, de religión y aun de cónyuge, pero jamás cambiará el club de sus amores. Aunque yo quise ser del equipo de mi madre, una vez crecidito elegí el clásico adversario, Peñarol. Para mi corazón, “el carbonero” llevaba los colores del pueblo.
De aquellos años de mi infancia pasaron algunas décadas. Y el mundo cambió. Y para mal. “La pelota no se mancha”, dijo Maradona, en ocasión de su despedida de las canchas de fútbol. Hacía referencia a su adicción a las drogas, y sugería que se tratara de mantener pura la vocación deportiva, por encima de los intereses económicos y políticos, de la violencia social y de las lacras humanas. Pero esto es justamente lo que se ha hecho: “manchar la pelota”. Hoy miro aquella misma tribuna Ámsterdam y no veo las familias sentadas, disfrutando el juego. Y tampoco banderas de los dos equipos que disputan el partido. Si se mezclaran, los aficionados se matarían. ¡Y Uruguay es un país muy pacífico! Algo cambió en el mundo (este no es solo un fenómeno de América Latina; si no, leamos la novela de Nick Hornby, Fiebre en las gradas, que narra las andanzas de Hornby como aficionado del Arsenal) para que el espectáculo del fútbol se convirtiera en la caja de resonancia de una violencia que se palpa en todas las sociedades día a día. Hoy, asistir a una cancha de fútbol implica un riesgo de muerte en muchos países.
Así, el fútbol se convirtió en el escenario de la violencia cotidiana y en el circo de las masas. Hace pocos meses visité la Argentina, donde el gobierno “nacionalizó” la transmisión de este deporte, y quedé impresionado por las maratónicas transmisiones televisivas diarias que ponen a la gente frente al televisor desde las doce del mediodía hasta las doce de la noche.
Asistimos en estos días en Sudáfrica al gran evento deportivo ecuménico del planeta. Pensemos que el fútbol no es ni más ni menos que un gran deporte. Un juego al fin. Advirtamos qué despierta en nosotros un gol a favor o en contra del equipo de nuestros colores. Y sepamos que ahí no se está jugando nuestra identidad. Mucho menos nuestro destino. Superar el fanatismo trae lucidez a la mente, y, fundamentalmente, no nos distrae de los que sí determina nuestro carácter y nuestro destino: nuestra relación con Dios. Esta relación se establece por medio de su Palabra, que opera viva y eficazmente, sin violencia ni enajenación, en cada uno de nosotros (Hebreos 4:12).
“¿Qué le pasa a mi esposo que no puede despegarse del televisor por el maldito partido de fútbol?” —es la típica pregunta de las mujeres. Mi madre jamás se hubiera hecho esa pregunta. Porque además de no tener esposo —mi padre nos abandonó cuando yo apenas tenía seis años—, ella amaba el fútbol. Era aficionada de un equipo de fútbol, pero mucho más del fútbol que del equipo.
Vaya a saber uno por qué elige un determinado equipo. Lo que sí se sabe es que un aficionado puede cambiar de trabajo, de país, de religión y aun de cónyuge, pero jamás cambiará el club de sus amores. Aunque yo quise ser del equipo de mi madre, una vez crecidito elegí el clásico adversario, Peñarol. Para mi corazón, “el carbonero” llevaba los colores del pueblo.
De aquellos años de mi infancia pasaron algunas décadas. Y el mundo cambió. Y para mal. “La pelota no se mancha”, dijo Maradona, en ocasión de su despedida de las canchas de fútbol. Hacía referencia a su adicción a las drogas, y sugería que se tratara de mantener pura la vocación deportiva, por encima de los intereses económicos y políticos, de la violencia social y de las lacras humanas. Pero esto es justamente lo que se ha hecho: “manchar la pelota”. Hoy miro aquella misma tribuna Ámsterdam y no veo las familias sentadas, disfrutando el juego. Y tampoco banderas de los dos equipos que disputan el partido. Si se mezclaran, los aficionados se matarían. ¡Y Uruguay es un país muy pacífico! Algo cambió en el mundo (este no es solo un fenómeno de América Latina; si no, leamos la novela de Nick Hornby, Fiebre en las gradas, que narra las andanzas de Hornby como aficionado del Arsenal) para que el espectáculo del fútbol se convirtiera en la caja de resonancia de una violencia que se palpa en todas las sociedades día a día. Hoy, asistir a una cancha de fútbol implica un riesgo de muerte en muchos países.
Así, el fútbol se convirtió en el escenario de la violencia cotidiana y en el circo de las masas. Hace pocos meses visité la Argentina, donde el gobierno “nacionalizó” la transmisión de este deporte, y quedé impresionado por las maratónicas transmisiones televisivas diarias que ponen a la gente frente al televisor desde las doce del mediodía hasta las doce de la noche.
Asistimos en estos días en Sudáfrica al gran evento deportivo ecuménico del planeta. Pensemos que el fútbol no es ni más ni menos que un gran deporte. Un juego al fin. Advirtamos qué despierta en nosotros un gol a favor o en contra del equipo de nuestros colores. Y sepamos que ahí no se está jugando nuestra identidad. Mucho menos nuestro destino. Superar el fanatismo trae lucidez a la mente, y, fundamentalmente, no nos distrae de los que sí determina nuestro carácter y nuestro destino: nuestra relación con Dios. Esta relación se establece por medio de su Palabra, que opera viva y eficazmente, sin violencia ni enajenación, en cada uno de nosotros (Hebreos 4:12).
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