Para vivir para siempre
por Miguel Valdivia
Tomado de El Centinela® de Noviembre 2010
El tema de la muerte es universal. Algunos lo perciben como el centro dinámico del orden social, la inspiración de la filosofía, el arte y las tecnologías médicas. Vende periódicos y pólizas de seguros. Nos horroriza y nos conmueve. Aunque sucede todos los días, todavía parece sorprendernos. Incluso, según la ciencia, casi todo lo que vemos unos de otros es materia muerta: la superficie de la piel, el cabello, las uñas.
Frente a la muerte, el ser humano se define. Nos obliga a buscar el sentido de la vida y el más allá. La manera en que nos referimos a ella revela lo que somos. Peter Metcalf señaló que “la vida se hace transparente contra el trasfondo de la muerte”.1 Nos hace pensar en lo que es realmente importante.
Uno de los impulsos centrales del ser humano es el deseo de vivir para siempre. El checo Franz Kafka dijo: “El hombre no puede vivir sin una confianza continua en algo indestructible dentro de sí mismo”.2
Este impulso se manifiesta en varios tipos de búsqueda: Algunos persiguen la inmortalidad biológica a través de su descendencia. Desean que sus hijos triunfen donde ellos fracasaron; se proyectan hacia el futuro en la persona de sus descendientes. Otros intentan preservar su organismo por medio de la congelación; o permanecer en la memoria de la gente por medio de obras de caridad, libros, monumentos o incluso infamias. Las pirámides de Egipto y el Taj Majal de la India son impresionantes monumentos al recuerdo de los muertos. Por su parte, las galerías de la fama en los deportes, los premios y las medallas intentan consagrar los logros humanos a la posteridad. Pero si tuviésemos que escoger entre la inmortalidad simbólica y la vida eterna, todos preferiríamos vivir.
Cuando una persona no desea vivir o atenta contra su propia vida, hay algo en ella que es contrario al instinto más natural del ser humano. Hasta en las condiciones más horribles y miserables, los seres humanos nos aferramos a la vida. Todos los ministros religiosos hemos escuchado alguna vez el patético clamor de enfermos en su lecho de muerte: “Yo quiero vivir. No quiero morirme”. Vivir es la necesidad más básica de todas.
¿Podemos vencer la muerte? ¿Podemos acaso detener el avance arrollador del tiempo que va desplomando y allanando nuestras más caras ilusiones?
Hemingway hizo famosa la frase “¿Por quién doblan las campanas?”3 Algún día repicarán por nosotros. ¿Será este el fin de todo lo que somos? ¿Será esta existencia todo lo que podemos esperar? ¿Tendremos que resignarnos a entrar por un lado del escenario y salir por el otro tras la más ligera y breve actuación, a veces sin aplausos?
La vida es algo más
Todos sentimos que la vida es más que existir y respirar; que tiene que ser más que una mera condición biológica. Y, ¿dónde encontramos el significado de nuestra vida? ¿En nuestro nombre y apellido? ¿En nuestro lugar en la sociedad o en la familia? ¿En nuestras posesiones?
Desde que tenemos uso de razón estamos buscando un lugar en el tiempo y el espacio. Y muchas veces elegimos caminos que conducen a la amargura y la destrucción, que no sobreviven la prueba del tiempo.
Quiero proponer que el sentido de la vida humana se encuentra en nuestro Creador. Dios nos creó con una naturaleza particular, un propósito particular y un destino particular. Toda la tragedia de la existencia y la muerte tiene sentido dentro del cuadro mayor de la creación de Dios.
Dios nos creó. Formó al primer hombre del polvo de la tierra, un ser perfecto con todos los órganos perfectos: corazón, cerebro, pulmones, riñones, hígado, etc. Entonces Dios sopló sobre este cuerpo inerte el aliento de vida, “y fue el hombre un ser viviente” (ver Génesis 2:7).
Este ser viviente, según la Biblia, es un todo indivisible. El alma no tiene existencia consciente fuera del cuerpo. Todo el ser humano, “espíritu, alma y cuerpo” debe ser santificado por Dios (ver 1 Tesalonicenses 5:23). El cuerpo, alma y espíritu funcionan en estrecha cooperación, todo formado por Dios y a su imagen (Génesis 1:27).
Encuentre su propósito en Dios
Si hemos de encontrar significado a nuestra vida, será en el mismo lugar donde fuimos creados en el principio. Y fuimos creados con varios propósitos:
1. Fuimos creados para amar y establecer relaciones.
Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18), y creó a Eva. Las relaciones con otros seres humanos nos permiten dar y recibir amor, y nos dan la oportunidad de vivir por los demás, no únicamente por nosotros mismos. Para vivir plenamente, tenemos que establecer relaciones armoniosas con los demás seres humanos y con Dios mismo. Lea los Diez Mandamientos y notará que los cuatro primeros tratan de nuestra relación con Dios, y los últimos seis tratan de nuestra relación con otras personas (ver Éxodo 20).
2. Fuimos creados para ser mayordomos o representantes de Dios.
La Biblia dice: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra” (Génesis 1:26). Aquí se menciona que el hombre fue creado a la semejanza de Dios para servir como su representante ante el resto de la creación. Aceptar este concepto nos hace vernos como agentes del bien en un mundo de dolor y quebrantamiento.
3. Fuimos creados para adorar.
Aunque fuimos creados a la semejanza de Dios, existe una distancia insalvable entre el Creador y sus criaturas. Ante la grandeza y omnipotencia divinas, la respuesta natural e instintiva de nuestro corazón es la adoración. Todo grupo humano tiene el instinto de adorar. Negar este instinto representa ahogar parte de lo que somos. La adoración a uno mismo o a posesiones o símbolos de grandeza humana, son pobres sustitutos de nuestra necesidad íntima de adorar al Creador. Muchas personas viven vidas vacías por ignorar su condición de criaturas de un Dios vivo.
No es extraño entonces que, en la profecía de Apocalipsis, el último mensaje profético al mundo antes del regreso de Jesús a esta tierra dice: “Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (Apocalipsis 14:7).
4. Fuimos creados para vivir eternamente.
Jesús claramente dijo: “El que cree en mí, tiene vida eterna” (S. Juan 6:47). Jesús exigía fe de parte de sus seguidores. Siempre es posible dudar, y siempre es posible creer. Creer es un requisito de la vida espiritual porque involucra todas las facultades de la persona. Es asunto del intelecto como también del corazón. Y en el centro del desafío cristiano a creer se encuentra Jesús, quien hace lo que no esperamos, quien responde a nuestras preguntas más crudas con el silencio de la cruz.
Una de las historias más impactantes del Nuevo Testamento, que mejor presenta la tensión entre la fe y la incredulidad, es el relato de la resurrección de Lázaro (S. Juan 11). Allí estaban dos hermanas y un enfermo de gravedad. Envían a buscar a Jesús, amigo y benefactor de la familia, pero Jesús no viene. Marta y María expresan su resentimiento. Ambas aman a Jesús; saben que su poder y su discernimiento son claramente sobrenaturales. Han sido transformadas por él. Sin embargo, ante el terrible impacto de la muerte de su hermano, la fe se mezcla con crítica, dolor y una chispa de esperanza.
“Todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará” adelanta Marta (vers. 22). “Tu hermano resucitará” dijo el Maestro (vers. 23). Y ella limita su fe aludiendo a la resurrección en el día postrero. Pero Jesucristo le responde con una de sus aseveraciones más atrevidas y desafiantes: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?”—le preguntó el Maestro a Marta (vers. 25, 26). Y lo mismo nos pregunta a nosotros hoy.
La vida eterna se encuentra en Jesús. Fuimos creados para vivir con Dios, como sus hijos amados. La sentencia bíblica sobre el tema más importante de todos, la vida, es extraordinariamente sencilla: Apartarnos de Dios siempre causa muerte. La rebelión de Adán y Eva en el principio abrió la puerta a la muerte por quebrantar la relación estrecha y perfecta entre el hombre y Dios. Jesús vino a restaurar esa relación.
La vida eterna y plena depende de una relación de fe con el Hijo de Dios. El apóstol Juan lo resumió en términos inconfundibles. “Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11, 12).
Hoy podemos vivir una vida de calidad eterna. En unión con Jesús, podemos esperar confiadamente la redención de nuestro cuerpo mortal. Y un día, a su venida, nuestros cuerpos serán físicamente transformados para vivir con él por la eternidad.
El apóstol Pablo expresó la gran esperanza del creyente cuando escribió:
“La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción… Todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:50-55).
Después de muchos años de reflexión, yo me aferro más que nunca a esta esperanza. ¿Y usted?
1-Peter Metcalf y Richard Huntington, Celebrations of Death: The Anthropology of Mortuary Rituals (Cambridge, Inglaterra: Cambridge University Press, 1991), p. 25.
2-Franz Kafka, Aphorisms, (1918), p. 48. Ver en: http://en.wikiquote.org/wiki/Franz_Kafka.
3-Ernest Hemingway, Por quién doblan las campanas (primera edición en inglés, 1940).
FUENTE
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